Por qué no debe omitirse la segunda dosis de la vacuna COVID-19

La segunda dosis de la vacuna COVID-19 induce un potente refuerzo de una parte del sistema inmunitario que proporciona una amplia protección antivírica, según un estudio dirigido por investigadores de la Facultad de Medicina de la Universidad de Stanford, en Estados Unidos. Este hallazgo respalda firmemente la opinión de que no debe omitirse la segunda inyección.

«A pesar de su extraordinaria eficacia, se sabe poco sobre cómo funcionan exactamente las vacunas de ARN –reconoce el doctor Bali Pulendran, profesor de patología y de microbiología e inmunología –. Así que sondeamos la respuesta inmunitaria inducida por una de ellas con exquisito detalle».

El estudio, publicado en la revista ‘Nature’, se diseñó para averiguar exactamente qué efectos tiene la vacuna, comercializada por Pfizer en los numerosos componentes de la respuesta inmunitaria.

Los investigadores analizaron muestras de sangre de individuos inoculados con la vacuna. Contaron los anticuerpos, midieron los niveles de las proteínas de señalización inmunitaria y caracterizaron la expresión de cada uno de los genes del genoma de 242.479 células inmunitarias distintas.

«La atención del mundo se ha fijado recientemente en las vacunas de COVID-19, en particular en las nuevas vacunas de ARN», señala Pulendran, quien comparte la autoría del estudio con la doctora Kari Nadeau, catedrática de la Fundación Naddisy de Alimentación, Alergia, Inmunología y Asma Pediátrica y profesora de pediatría, y con el doctor Purvesh Khatri, profesor asociado de informática biomédica y de ciencia de datos biomédicos.

Los autores principales del estudio son Prabhu Arunachalam, investigador científico senior en el laboratorio de Pulendran; la estudiante de medicina Madeleine Scott, antigua estudiante de posgrado en el laboratorio de Khatri; y Thomas Hagan, antiguo becario posdoctoral en el laboratorio de Pulendran en Stanford y ahora profesor asistente en el Centro Nacional de Investigación de Primates Yerkes en Atlanta.

«Es la primera vez que se administran vacunas de ARN a seres humanos y no tenemos ninguna pista sobre cómo hacen lo que hacen: ofrecer un 95% de protección contra el COVID-19», afirma Pulendran.

Tradicionalmente, la principal base inmunológica para la aprobación de nuevas vacunas ha sido su capacidad para inducir anticuerpos neutralizantes: proteínas individualizadas, creadas por las células inmunitarias denominadas células B, que pueden adherirse a un virus e impedir que infecte las células.

«Los anticuerpos son fáciles de medir –explica Pulendran–. Pero el sistema inmunitario es mucho más complicado que eso. Los anticuerpos por sí solos no se acercan a reflejar plenamente su complejidad y su potencial gama de protección».

Pulendran y sus colegas evaluaron los acontecimientos entre todos los tipos de células inmunitarias influidas por la vacuna: su número, sus niveles de activación, los genes que expresan y las proteínas y metabolitos que fabrican y secretan tras la inoculación.

Un componente clave del sistema inmunitario examinado por Pulendran y sus colegas fueron las células T: células inmunitarias de búsqueda y destrucción que no se adhieren a las partículas víricas como hacen los anticuerpos, sino que exploran los tejidos del cuerpo en busca de células con signos reveladores de infecciones víricas. Al encontrarlas, destruyen esas células.

Además, el sistema inmunitario innato, un conjunto de células de primera respuesta, tiene ahora una gran importancia. Es el sexto sentido del cuerpo, dijo Pulendran, cuyas células constituyentes son las primeras en darse cuenta de la presencia de un patógeno.

Aunque no son buenas para distinguir entre distintos patógenos, segregan proteínas de señalización de ‘pistoletazo de salida’ que lanzan la respuesta del sistema inmunitario adaptativo, es decir, las células B y T que atacan a especies o cepas virales o bacterianas específicas.

Durante la semana que tarda el sistema inmunitario adaptativo en activarse, las células inmunitarias innatas realizan la tarea crítica de mantener a raya las infecciones incipientes engullendo -o disparando sustancias nocivas, aunque de forma algo indiscriminada- cualquier cosa que les parezca un patógeno.

La vacuna de Pfizer, al igual que la fabricada por Moderna, funciona de forma muy diferente a las vacunas clásicas.

Las vacunas clásicas están compuestas por patógenos vivos o muertos, proteínas individuales o carbohidratos que entrenan al sistema inmunitario para centrarse en un microbio concreto y eliminarlo. Las vacunas de Pfizer y Moderna contienen, en cambio, recetas genéticas para fabricar la proteína de espiga que el SARS-CoV-2, el virus que causa el COVID-19, utiliza para adherirse a las células que infecta.

En diciembre de 2020, Stanford Medicine comenzó a inocular a las personas con la vacuna de Pfizer. Esto estimuló el deseo de Pulendran de reunir un informe completo sobre la respuesta inmunitaria a la misma.

El equipo seleccionó a 56 voluntarios sanos y les extrajo muestras de sangre en varios momentos antes y después de la primera y la segunda inyección. Los investigadores descubrieron que la primera vacuna aumenta los niveles de anticuerpos específicos contra el SARS-CoV-2, como se esperaba, pero no tanto como la segunda. La segunda vacuna también hace cosas que la primera no hace, o apenas hace.

«La segunda dosis de la vacuna tiene poderosos efectos beneficiosos que superan con creces los de la primera –asegura Pulendran–.

Estimuló un aumento múltiple de los niveles de anticuerpos, una respuesta de células T estupenda que no existía después de la primera inyección sola, y una respuesta inmunitaria innata sorprendentemente mejorada».

Inesperadamente, recuerda Pulendran, la vacuna, y en particular la segunda dosis, provocó la movilización masiva de un grupo recién descubierto de células de primera respuesta que normalmente son escasas y quiescentes.

Identificadas por primera vez en un reciente estudio sobre la vacuna dirigido por Pulendran, estas células -un pequeño subconjunto de células generalmente abundantes llamadas monocitos que expresan altos niveles de genes antivirales- apenas se mueven en respuesta a una infección real de COVID-19. Pero la vacuna de Pfizer las indujo.

Este grupo especial de monocitos, que forman parte del museo innato, constituía sólo el 0,01% de todas las células sanguíneas circulantes antes de la vacunación. Pero después de la segunda inyección de la vacuna de Pfizer, su número se multiplicó por 100 hasta representar un 1% de todas las células sanguíneas. Además, su disposición se volvió menos inflamatoria pero más intensamente antiviral. Parecen ser las únicas capaces de proporcionar una amplia protección contra diversas infecciones virales, dijo Pulendran.

«El extraordinario aumento de la frecuencia de estas células, sólo un día después de la inmunización de refuerzo, es sorprendente –añade Pulendran–. Es posible que estas células sean capaces de montar una acción de contención no sólo contra el SARS-CoV-2 sino también contra otros virus».